LITERATURA ESPIRITUAL

EL ALACRÁN DE FRAY GÓMEZ
(Leyenda peruana)

 
Estaba una mañana fray Gómez en su celda entregado a la meditación, cuando dieron a la puerta unos discretos golpecitos, y una voz de quejumbroso timbre dijo:
- Deo gratias...¡Alabado sea el Señor!
Por siempre jamás, amén. Entre, hermanito - contestó fray Gómez.
Y penetró en la humildísima celda un individuo algo desarrapado, vera efigie del hombre a quien acongojan pobrezas pero en cuyo rostro se dejaba adivinar la proverbial honradez del castellano viejo.

Todo el mobiliario de la celda se componía de cuatro sillones de vaqueta, una mesa mugrienta, y una tarima sin colchón, sábanas ni abrigo, y con una piedra por cabezal o almohada.

- Tome asiento, hermano, y dígame sin rodeos lo que por acá le trae - dijo fray Gómez.

-Es el caso, padre, que soy hombre de bien a carta cabal...

- Se le conoce y que persevere deseo, que así merecerá en esta vida terrena la paz de conciencia y en la otra la bienaventuranza.

- Y es el caso que soy buhonero, que vivo cargado de familia y que mi comercio no cunde por falta de medios, que no por holgazanería y escasez de industria en mí.

- Me alegro, hermano, que a quien honradamente trabaja Dios le ayude.

- Pero es el caso, padre, que hasta ahora Dios se me hace el sordo, y en socorrerme tarda...

- No desespere, hermano; no desespere.

- Pues es el caso que a muchas puertas he llegado en demanda de habilitación por quinientos duros, y todas las he encontrado con cerrojo y cerrojillo. Y es el caso que anoche, en mis cavilaciones, yo mismo me dije a mí mismo: - ¡Ea!, Jeromo, buen ánimo y vete a pedirle el dinero a fray Gómez, que si él lo quiere, mendicante y pobre como es, medio encontrará para sacarte del apuro. Y es el caso que aquí estoy porque he venido, y a su paternidad le pido y ruego que me preste esa puchuela por seis meses, seguro que no será por mí por quien se diga:

En el mundo hay devotos
de ciertos santos:
la gratitud les dura
lo que el milagro;
que un beneficio
da siempre vida a ingratos
desconocidos.

- ¿Cómo ha podido imaginarse, hijo, que en esta triste celda encontraría ese caudal?

- Es el caso, padre que no acertaría a responderle; pero tengo fe en que no me dejará ir desconsolado.

- La fe lo salvará, hermano. Espere un momento.

Y paseando los ojos por las desnudas paredes y blanqueadas paredes de la celda, vio un alacrán que caminaba tranquilamente sobre el marco de la ventana. Fray Gómez arrancó una página de un libro viejo, dirigiose a la ventana, cogió con delicadeza a la sabandija, la envolvió en el papel, y tornándose hacia el castellano viejo le dijo:

- Tome buen hombre, y empeñe esta alhajita; no olvide, si, devolvérmela dentro de seis meses.

El buhonero se deshizo en frases de agradecimiento, se despidió de fray Gómez y más que de prisa se encaminó a la tienda del usurero.

La joya era espléndida, verdadera alhaja de reina morisca, por decir lo menos. Era un prendedor figurando un alacrán. El cuerpo lo formaba una magnífica esmeralda engarzada sobre oro, y la cabeza un grueso brillante con dos rubíes por ojos.

El usurero que era hombre conocedor , vio la alhaja con codicia y ofreció al necesitado adelantarle dos mil duros por ella; pero nuestro español se empeñó en no aceptar otro préstamo que el de quinientos duros por seis meses, y con un interés judaico, se entiende.

Extendiéronse y firmáronse los documentos o papeletas de estilo, acariciando el agiotista la esperanza de que a la postre el dueño de la prenda acudiría por más dinero, que con el recargo de intereses lo convertiría en propietario de joya tan valiosa por su mérito intrínseco y artístico.

Con este capitalito fuele tan prósperamente en su comercio, que a la terminación del plazo pudo desempeñar la prenda, y, envuelta en el mismo papel que la recibiera, se la devolvió a fray Gómez.

Este tomó al alacrán, lo puso sobre el alféizar de la ventana, le echó una bendición y dijo:

- Animalito de Dios, sigue tu camino.

Y el alacrán se echó a andar libremente por las paredes de la celda.

Y vieja, pelleja,
aquí dio fin la conseja.


(Tomado de "Tradiciones Peruanas" de Ricardo Palma (1833-1919). Colección Ariel Universal No. 24. Editado por Ariel Ltda.)

http://litgloss.buffalo.edu/palma-alacran/text.shtml
http://www.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/34697393211281642643679/p0000004.htm
http://www.biografiasyvidas.com/biografia/p/palma.htm
http://es.wikipedia.org/wiki/Ricardo_Palma


VI "CÁNTICO A SAN LEIBOWITZ"
por Walter M. Miller
(Parte del fragmento como aparece en "El Retorno de los Brujos"
la famosa obra de L. Pauwels y J. Bergier)


Bien, si nuestro civilizado y orgulloso mundo sucumbe un día ante una catástrofe de proporciones millones de veces superiores a las del hundimiento del mundo clásico, ¿qué ocurrirá? ¿Qué quedará de nuestra civilización? ¿Cómo y por quién serán conservados, interpretados y aprovechados los vestigios tecnológicos que heredarán los hombres del mañana?

Esta historia de un futuro pavorosamente probable es la que explora Walter M. Miller, Jr. en su famoso Cántico a San Leibowitz: Una novela airada, sarcástica y al propio tiempo piadosa, elocuente y terrorífica, que figura entre las grandes creaciones que han arrancado a la ciencia-ficción de su encasillamiento como género menor para llevarla a la vanguardia de la literatura moderna.
A no ser por aquel peregrino que se le apareció de pronto en medio del desierto donde practicaba su ayuno ritual de Cuaresma, el hermano Francis Gerard de Utah jamás habría descubierto el documento sagrado. Era, desde luego, la primera vez que tenía ocasión de ver un peregrino vistiendo taparrabo, según la mejor tradición; pero una ojeada le bastó al joven monje para convencerse de que el personaje era auténtico. El peregrino era un viejo desgarbado, que cojeaba al apoyarse en el clásico bordón; su enmarañada barba mostraba unas manchas amarillentas alrededor del mentón, y llevaba una pequeña mochila al hombro. Se cubría con un gran sombrero, calzaba sandalias y llevaba atado a la cintura un trozo de arpillera pasablemente sucio y deshilachado. Éste era todo su atavío, y el hombre avanzaba silbando (falso) por el pedregoso camino del Norte. Parecía dirigirse a la abadía de los Hermanos de Leibowitz, que se levantaba a unos diez kilómetros hacia el Sur.

Al percibir al joven monje en su desierto de piedras, el peregrino dejó de silbar y se puso a observarlo con curiosidad. El hermano Francis, por su parte, se guardó muy bien de infringir la regla del silencio establecida por su Orden para los días de ayuno; desviando rápidamente la mirada, continuó su trabajo, que consistía en construir una muralla de grandes piedras para proteger su morada provisional contra los lobos.

Un poco debilitado después de diez días de un régimen compuesto exclusivamente de bayas de cactos, el joven religioso sentía que la cabeza le daba vueltas mientras proseguía su labor. Desde hacía un buen rato, el paisaje parecía bailar ante sus ojos, y veía flotar unas manchas negras a su alrededor; por esto se preguntó si la barbuda aparición no sería un espejismo provocado por el hambre... Pero el propio peregrino se encargó de disipar sus dudas.

-¡Hola ho! -gritó, a modo de alegre saludo, con voz agradable y melodiosa.

Cómo la regla del silencio le impedía responder, el joven monje se contentó con dedicar al suelo una tímida sonrisa.

-¿Es éste el camino de la abadía? -preguntó entonces el caminante.

Sin alzar los ojos del suelo, el novicio asintió con la cabeza, y seguidamente se agachó a coger un trozo de piedra blanca, parecida al yeso.

-¿Y qué hace usted aquí, entre tantas rocas ? -prosiguió el peregrino, acercándose a él.

El hermano Francis se arrodilló apresuradamente para escribir en una piedra plana las palabras «Soledad y Silencio». Si sabía leer – cosa poco probable, a juzgar por las estadísticas –, el peregrino comprendería que su sola presencia constituía para el penitente ocasión de pecado, y, sin duda, le haría la merced de retirarse sin insistir más.

-¡Ah, bueno! – dijo el barbudo. Permaneció inmóvil un instante, paseando la mirada a su alrededor, y después golpeó una piedra muy grande con su palo.

-Ahí tiene una – dijo- que le serviría para su trabajo... Bueno, mucha suerte, ¡y ojalá encuentre la Voz que busca!

Por lo pronto, el hermano Francis no comprendió que el desconocido había querido decir «Voz» con V mayúscula; imaginó sólo que el viejo le había tomado por sordomudo. Después de dirigir una rápida mirada al peregrino que se alejaba silbando de nuevo, se apresuró a dedicarle una bendición silenciosa para asegurarle un buen viaje, y reanudó su trabajo de albañil con el fin de construirse un pequeño reducto en forma de ataúd, donde pudiera tenderse a dormir sin que su carne sirviera de banquete a los lobos hambrientos.

Un rebaño celeste de cúmulos pasó sobre su cabeza: después de haber tentado cruelmente al desierto, aquellas nubes iban ahora a verter en las montañas su húmeda bendición... Su paso refrescó un instante al joven monje, protegiéndole de los rayos ardientes del sol,y el hombre lo aprovechó para dar fin a su trabajo, no sin subrayar sus menores movimientos con oraciones murmuradas entre dientes, para asegurarse una verdadera vocación; porque ésta era, también, la finalidad que esperaba conseguir durante su período de ayuno en el desierto.

Por último, el hermano Francis agarró la enorme piedra que le había indicado el peregrino..., pero los saludables colores que le había dado su trabajo de fuerza se borraron de pronto de su semblante, mientras dejaba caer precipitadamente la roca, igual que si acabase de tocar una serpiente.

Una caja de metal oxidado yacía a sus pies, parcialmente hundida entre los guijarros...

Impulsado por la curiosidad, el joven estuvo a punto de cogerla, pero, pensándolo mejor, dio un paso atrás y se santiguó a toda prisa, murmurando unas palabras en latín. Después, de lo cual, más tranquilizado, no temió ya dirigirse a la misma caja.

-¿Vade retro, Satanás! -le dijo, amenazándola con el pesado crucifijo de su rosario-. ¡Desaparece, Vil Seductor!

Y, sacando disimuladamente un pequeño hisopo de debajo de su hábito, roció la caja con agua bendita, por lo que pudiera ser.

-Si eres criatura diabólica, ¡márchate!

Pero la caja no dio la menor señal de querer desaparecer, ni de estallar, ni siquiera de encogerse despidiendo olor de azufre... Se contentó con quedarse tranquilamente en su sitio, dejando que el viento del desierto evaporase las gotas benditas que la cubrían.

-¡Así sea! -dijo entonces el religioso, arrodillándose para coger el objeto.

Sentado entre los guijarros, estuvo más de una hora golpeando la caja con una piedra grande para abrirla. Mientras trabajaba de esta guisa, se le ocurrió pensar queaquella reliquia arqueológica – pues estaba bien claro que de esto se trataba – era tal vez una señal enviada por el Cielo para indicarle que la vocación le había sido otorgada. Sin embargo, arrojó inmediatamente esta idea de su mente, recordando a tiempo que el padre abad le había puesto seriamente en guardia contra toda revelación personal directa de carácter espectacular. Si había salido de la abadía para ayunar cuarenta días en el desierto, pensó, era precisamente para que su penitencia le valiera una inspiración de lo alto llamándole a las Sagradas Órdenes. No debía confiar en ver visiones, ni en oírse llamar por voces celestiales: tales fenómenos en él, sólo habrían revelado una vana y estéril presunción. Eran ya demasiados los novicios que habían vuelto de su retiro en el desierto con abundantes historias de presagio, de premoniciones y de visiones celestiales, siendo con ello causa de que el excelente padre abad adoptase una política enérgica frente a los supuestos milagros. «El Vaticano es el único capacitado para pronunciarse en esta materia – había gruñido – y es preciso guardarse de tomar por revelación divina lo que no es más que efecto de la insolación.»

El hermano Francis no podía, empero, dejar de manipular la vieja caja metálica con infinito respeto, mientras la martillaba a más y mejor para abrirla...

De pronto aquélla cedió, su contenido se desparramó por el suelo, y el joven religioso sintió que un escalofrío le recorría la espina dorsal. ¡He aquí que la misma Antigüedad iba a serle revelada! Apasionado por la arqueología, costábale creer lo que veían sus ojos, y pensó de pronto que el hermano Jeris iba a enfermar de envidia, pero pronto se arrepintió de este pensamiento poco caritativo y se puso a dar gracias al Cielo que le regalaba semejante tesoro.

http://www.laeditorialvirtual.com.ar/Pages/Pauwels/ElRetornoDeLosBrujos_02.htm
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